Un choque poco habitual entre aliados por un ataque en Doha
Washington cruzó una línea poco frecuente: criticó con dureza a Israel por un ataque aéreo dentro de Doha, capital de Qatar, contra dirigentes de Hamas. La Casa Blanca lo calificó de acción unilateral y perjudicial para la diplomacia en curso. El gesto retrata una grieta incómoda entre aliados en plena guerra de Gaza y, sobre todo, en el país que oficia de sede de las conversaciones para un alto el fuego.
La portavoz presidencial Karoline Leavitt fue tajante. Admitió que desarticular a Hamas es un “objetivo legítimo”, pero cuestionó el lugar y la forma. “Bombardear sin coordinación dentro de un Estado soberano, aliado cercano que está asumiendo riesgos para ayudar a forjar la paz, no ayuda ni a Israel ni a Estados Unidos”, dijo en el briefing del martes. Esa frase, inusual en boca de Washington hacia Jerusalén, dejó claro el malestar.
Según fuentes de Hamas, la ofensiva alcanzó una reunión de altos cuadros del grupo que habían viajado a Doha para discutir un posible alto el fuego con Israel. Reportaron cinco muertos, entre ellos el hijo del negociador jefe, Jalil al-Hayya, y un miembro de las fuerzas de seguridad cataríes. Medios israelíes, por su parte, sugirieron que el golpe no alcanzó a la cúpula más alta del movimiento. El ataque, en cualquier caso, tocó directamente el espacio que Qatar había protegido para mantener vivo el canal de diálogo.
El presidente Donald Trump no escondió su disgusto. Dijo estar “muy descontento con todos los aspectos” de la operación y, según reveló, ordenó a su enviado para Oriente Medio, Steve Witkoff, alertar a las autoridades cataríes sobre la inminencia del ataque del martes. La advertencia se transmitió, de acuerdo con la Casa Blanca. Es un detalle sensible: Washington intenta cuidar la relación con Doha y sostener una mesa de negociación que pende de un hilo.
Tras la ofensiva, Trump llamó al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, quien —según el relato oficial estadounidense— le aseguró que mantiene la intención de cerrar un acuerdo con Hamas. El presidente también contactó con el emir y el primer ministro de Qatar y les prometió que “esto no volverá a ocurrir en su territorio”, de acuerdo con Leavitt. El mensaje buscó calmar a un socio que ha sido clave para destrabar concesiones en negociaciones complejas.
La Cancillería catarí habló de “violación flagrante de las leyes y normas internacionales”. El lenguaje refleja algo más que indignación. Golpear en Doha, mientras en esa misma ciudad se hospeda a interlocutores para pactar treguas o intercambios de rehenes, erosiona la imagen de Qatar como anfitrión fiable y neutral. Sin esa confianza, cuesta que las partes se sienten. Sin un lugar seguro, cuesta aún más.
Adam Weinstein, subdirector del programa de Oriente Medio del Quincy Institute, expuso la contradicción del mensaje de Washington: por un lado, tilda el ataque de unilateral y contraproducente; por otro, lo presenta como una posible oportunidad para reactivar negociaciones. Ese doble discurso, advirtió, daña la credibilidad estadounidense. Su diagnóstico va a la raíz del problema: si el mediador principal duda, los actores regionales toman nota.
En paralelo, el trasfondo humanitario y político no mejora. La guerra sigue abierta desde el asalto de Hamas en octubre de 2023 contra localidades del sur de Israel —con más de un millar de muertos y decenas de secuestrados— y la posterior campaña militar israelí en Gaza, que ha dejado un saldo masivo de víctimas civiles palestinas. Entre reproches cruzados y presiones domésticas en Israel para perseguir a los líderes de Hamas, cada ataque lejos del campo de batalla abre un frente diplomático nuevo.
Las fisuras diplomáticas, el derecho internacional y lo que viene
El golpe en Doha coloca a Washington en una posición delicada. Qatar es aliado principal extra-OTAN desde 2022 y alberga la base de Al Udeid, el mayor enclave militar estadounidense en la región y pieza esencial para operaciones de CENTCOM. Si Doha percibe que su soberanía no es respetada —ni por Israel ni con una defensa firme de su socio estadounidense—, puede reevaluar el valor de las garantías de seguridad que le ofrece Estados Unidos. No es una amenaza explícita, es la lógica de cualquier capital que protege su capital político.
Hay además un marco legal que no es menor. La Carta de la ONU prohíbe el uso de la fuerza en el territorio de otro Estado salvo autorización del Consejo de Seguridad o legítima defensa inmediata. Fuera de esas excepciones, operar militarmente en la capital de un aliado sin su consentimiento es una línea roja. Qatar lo subrayó en su comunicado. Y ese punto complica a Israel, no solo por el choque con Doha, sino por la incomodidad que supone para los socios que intentan sostener el andamiaje diplomático.
Para Israel, el mensaje es transparente: sus adversarios no estarían seguros en ningún sitio. Para el resto, el riesgo es obvio: si los interlocutores de Hamas creen que ser vistos en Doha los convierte en objetivo, no se sentarán a negociar o exigirán garantías imposibles. Y si Qatar siente que su rol de mediador trae fuego a su casa, puede bajar el perfil, cerrar espacios o endurecer condiciones. El proceso se enfría, y con él la opción de acuerdos parciales que suelen salvar vidas.
Weinstein lo advirtió con crudeza: sin una respuesta firme de Estados Unidos, Israel puede interpretar que el coste diplomático es asumible y repetir operaciones que saboteen las vías de negociación. Esto no es una acusación moral; es un cálculo político. En Jerusalén, cualquier atisbo de concesión a Hamas desata críticas internas; la tentación de mostrar mano dura fuera de Gaza es alta. El problema es que, en diplomacia, cada gesto tiene eco.
También está el impacto económico y reputacional en Doha. La ciudad se vende como hub seguro para la diplomacia, los negocios y el tránsito internacional. Un ataque dirigido a un objetivo en suelo catarí, con un efectivo de seguridad local entre las víctimas, no es un incidente menor. Aunque el país tiene recursos y experiencia para contener el golpe, la pregunta rebota: ¿puede volver a pasar?
En el plano práctico, hay tres canales que quedan tocados. Primero, el de los rehenes: Washington insiste en que Hamas libere a todos, incluidos los cuerpos de quienes han fallecido. Ese intercambio exige garantías y tiempos; sin sede neutral, se complica. Segundo, el de la tregua: sin una mesa estable, los ceses del fuego parciales se vuelven más frágiles. Tercero, el de la seguridad regional: cuando un aliado percibe que otro actúa sin avisar en su capital, cunde la desconfianza en la región y en las capitales occidentales que empujan un arreglo.
El propio relato de la Casa Blanca, con Trump “muy descontento” y compromisos de “que no volverá a ocurrir” en Doha, es una señal de contención de daños. Pero también expone el dilema: Estados Unidos respalda la meta de reducir la capacidad de Hamas y, al mismo tiempo, necesita mantener vivo un proceso de negociación apoyado por un Estado anfitrión que se siente vulnerado. No es sencillo cuadrar ese círculo sin imponer límites claros a la conducta de un aliado militarmente superior.
En el lado catarí, la condena invoca la legalidad internacional y la protección de su rol mediador. Doha lleva años tejiendo vínculos con actores que no se sientan con otros, y esa es su oferta al mundo: hablar con todos para evitar que la violencia escale. Sin embargo, ese papel exige que su territorio sea visto como intocable a la hora de negociar. Si esa percepción se pierde, no solo su diplomacia queda tocada; también su atractivo como plataforma logística, financiera y de tránsito.
El episodio deja además preguntas sobre la coordinación entre servicios de inteligencia y canales diplomáticos. Si Washington advirtió a Doha del ataque, ¿por qué no logró frenarlo o encauzarlo por vías que no comprometieran la capital catarí? Y si Israel juzgó que el objetivo lo valía, ¿cuál fue el balance entre el posible rédito operativo y el coste político? Son preguntas que hoy se hacen los gobiernos implicados, y que marcarán la relación en los próximos meses.
En el tablero más amplio, otras capitales toman nota. Irán observará si el paraguas político estadounidense tiene fugas. Turquía y los países del Golfo medirán si el “garante” de la diplomacia regional está dispuesto a poner líneas rojas y hacerlas cumplir. Y Europa, atenta a la seguridad energética y a los flujos migratorios, presionará para que el canal de Doha no se cierre. Nadie gana con un mediador quemado.
Las cifras humanas del conflicto empujan a correr, pero los pasos en falso se pagan. Si los enviados de Hamas temen que un hotel en Doha sea un objetivo, pedirán un nuevo país sede, mayores garantías y el doble de discreción. Si Israel siente que la ventana para presionar militarmente a su adversario se reduce, puede buscar otros escenarios. Si Estados Unidos intenta sostener las dos piezas —apoyo a Israel y resguardo del proceso negociador—, necesitará mensajes menos ambiguos y más previsibilidad para socios y adversarios.
Qué mirar ahora mismo:
- Si Doha mantiene activo el canal de mediación o lo congela para exigir garantías.
- La respuesta de Israel: ¿doblará la apuesta fuera de Gaza o concentrará el costo diplomático en un solo episodio?
- El tono de Washington: ¿vendrán condiciones prácticas para evitar acciones similares en territorio aliado?
- El pulso en las negociaciones de rehenes y un posible alto el fuego: ¿se reubican, se frenan o siguen bajo nuevas reglas?
La Casa Blanca repite su línea: liberación de todos los rehenes, incluidos los restos mortales, y un acuerdo amplio que cierre la escalada. Israel, bajo presión interna y externa, insiste en que no dará respiro a la dirigencia de Hamas. Y Qatar, molesto por el ataque en su capital, quiere que no se le desarme el papel que ha construido como mediador imprescindible. Entre esas tres fuerzas, se juega la partida inmediata en Oriente Medio.
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